El 25 de septiembre de 2011, el avión en el que viajaba aterrizaba en Rovaniemi, capital de Laponia finesa. Había sido seleccionada para asistir a una residencia artístico-científica en Kilpisjärvi, un pueblo situado al norte del país en el Círculo Ártico. El autobús esperaba a los artistas y científicos elegidos. Nos aguardaba un trayecto de seis horas hasta llegar a la estación biológica que nos acogía en el pueblo. Este programa, creado por Erich Berger, quien fue comisario jefe en LABoral, contaba con el apoyo de diversas instituciones como Kilpisjärvi Biological Station bajo la supervisión de la Universidad de Helsinki, Finnish Bioart Society y Kone Foundation. La experiencia albergaba un interesante e importante grupo de asistentes entre los que se encontraban los famosos bioartistas Marta de Menezes y Oron Catts, y Beatriz da Costa activista interdisciplinaria [1]. Hasta entonces, y pese a haber admirado el trabajo de da Costa –marcado por una fuerte influencia procedente del arte, la ciencia, la ingeniería y la política–, nunca había tenido la oportunidad de conocerla personalmente.