«Susan Sontag no aceptó su muerte y por eso no pude decirle adiós»

Escritor y reportero de guerra, el hijo de Susan Sontag ha escrito sobre la batalla más dura a la que asistió, la de su madre contra el cáncer, que la venció hace ahora dos años.
Ahogado en un mar de muerte. Así es como ha quedado David Rieff (Boston, 1952) después de la muerte de su madre, Susan Sontag, icono de la intelectualidad norteamericana de izquierda. David Rieff ha sentido la necesidad de escribir sobre la última etapa de la enfermedad de su madre, y el resultado es un relato desgarrado, sobrecogedor. En Un mar de muerte (publicada por Debate en castellano y por La Magrana en catalán) muestra cómo intentar negar lo inevitable puede hacer estragos, no sólo en el que muere, sino en quienes le acompañan hasta el final. Susan Sontag había cumplido 71 años y tenía una intensa vida intelectual. Por dos veces había sorteado un diagnóstico fatal y eso la hacía sentirse especial. Si antes había sido posible, ¿por qué no ahora? Se encontró por primera vez con el cáncer a los 42 años. Era un tumor de mama en fase IV con metástasis en el sistema linfático.

Ahora no tendría tan mal pronóstico, pero con las posibilidades terapéuticas de 1975, las probabilidades de estar viva a los cinco años no superaban el 25%. Pero sobrevivió, y los años que siguieron fueron de una gran plenitud intelectual. Quince años después, sin embargo, el cáncer la alcanzó de nuevo, esta vez en el útero. Y también sobrevivió, pero a costa de agresivos tratamientos. Finalmente, 14 años más tarde, el cáncer apareció de nuevo en su vida, esta vez para llevársela.

Le diagnosticaron un síndrome mielodisplásico que iba a derivar en una leucemia muy agresiva. Esta vez no hay nada que hacer, le dijo sin compasión un mé­dico emocionalmente incompetente. Pero Susan Sontag no se rindió y trató de escapar hasta el último minuto. Incluso cuando ya estaba «cubierta de llagas, con incontinencia y medio delirando», soñaba que lo conseguía. Murió como había vivido los últimos 30 años, sin reconciliarse con la idea de morir, porque para ella, morir era sinónimo de extinción. ¿Y cómo iba a extinguirse, desaparecer, cuando tenía tantas ideas, tantos proyectos, tanta vida por vivir, ella, que había doblegado un destino tan adverso? Su padre, vendedor de pieles, había muerto en China de tuberculosis cuando ella tenía apenas cinco años, y su madre, alcohólica, murió cuando tenía doce. Con inteligencia y determinación, había podido saltar por encima de las barreras de origen y ser aceptada en las universidades más prestigiosas. A los 17 años se había casado con Philip Rieff, un profesor de Sociología al que conoció en la Universidad de Harvard, y de esa relación nació David, su único hijo, que la acompañó en sus sucesivas relaciones sentimentales, entre ellas una muy intensa con la fotógrafa Annie Leibovitz.

Nos encontramos con David Rieff en un ruidoso restaurante de Barcelona, cerca del Centre de Cultura Contemporánea, en el que acaba de impartir una conferencia en la Fiesta Internacional de la Literatura KOSMOPOLIS 08. Es muy alto, delgado y algo desgarbado. De hablar pausado, parece todo lo contrario de un intelectual arrogante. No elude ninguna cuestión, pero con mucha frecuencia recurre a la ironía y hasta al sarcasmo para restañar heridas emocionales. No debía de ser fácil ser hijo de Susan Sontag. Tampoco le ha sido fácil hacerse un nombre propio como periodista, escritor y analista político. Pero lo ha conseguido. Cientos de artículos de opinión en los más prestigiosos periódicos y siete libros atestiguan su incansable actividad, que sólo se ralentizó en 2004, coincidiendo con la enfermedad y muerte de su madre. Un tiempo que se le hizo eterno, porque en el largo y tortuoso camino hacia lo inevitable, a David Rieff le tocó el ingrato papel de alimentar con mentiras piadosas la necesidad imperiosa que sentía Susan Sontag de aferrarse a cualquier esperanza, por improbable que fuera. Y ha pagado un alto precio por ello: «Fue una muerte a cámara lenta. Y en aquel largo proceso no fue la única que perdió la dignidad». Así se expresa David Rieff en el libro, y, sin embargo, aún siendo estremecedor, no pretende provocar compasión. Lo que consigue es un profundo desasosiego:

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